En las últimas décadas del siglo XVII, un pabellón de caza en Versalles fue convertido en uno de los más suntuosos palacios del mundo. Creado por Luis XIV como monumento a su gloria y para alojar a su inmensa corte, es visitado por turistas de todo el mundo.
A 19km al oeste de París se alza el más noble de los palacios de Occidente, creado por los reyes de la casa de Borbón para mostrar a toda Europa, trascendido en belleza, el supremo poderío de Francia. Hubiera sido difícil encontrar un lugar menos adecuado para un palacio de recreo: un arenal cenagoso y sin fuentes ni arroyos.
El primer palacio que hubo en aquel paraje fue una pequeña construcción mandada edificar por el misógino Luis XIII para huir de la vida cortesana de París. Sólo después de fallecido éste en 1643, y durante el reinado de su hijo y sucesor Luis XIV, la corte se trasladó a Versalles.
El joven Luis XIV, apuesto, majestuoso, cortés hasta para con los más humildes, tomó muy en serio lo que él llamaba “el oficio de rey”. No sólo creía en el derecho divino de los reyes, sino también que este derecho llevaba consigo la obligación de levantar magníficos edificios . Por lo tanto, durante los 70 años que duró su reinado, y aún en los años que le siguieron, rara vez dejó de oírse el estruendo del martillo y la piqueta.
Hubo temporadas en que llegaron a trabajar juntos en Versalles mas de treinta y cinco mil operarios y el costo de las obras se contó por millones de francos oro. Lo que había sido un marjal quedó transformado en un paraje maravilloso, digno de un cuento de hadas: kilómetros de bosquesillos y senderos, cientos de estatuas y fuentes, amén de una palacio que llegó a alojar, en ciertas ocasiones, a unas 10 mil personas.
El “Rey Sol” se paseaba por Versalles como el primer actor de un grandioso espectáculo, siempre a la vista de sus súbditos. Toda persona de “apariencia decente” podía acercarse a la mesa y, entre asombro y temor, ver como el rey, magnifico y solitario, daba cuenta, plato tras plato, de suculentos manjares.
Los Jardines, los salones de palacio, la larga Galería de los Espejos con sus muebles de playa maciza y sus diecisiete arañas de cristal, estaban abiertos a cuantos acreditasen su condición de caballeros con sólo llevar una espada que, en caso necesario, podía alquilarse al portero mayor.
Pero nada se apreciaba más que la salida y la puesta del regio sol de Versalles, y presenciarlas se convirtio en un singular provilegio. Se hicieron tan rigurosas las ceremonias que rodeaban el despertar del rey, asi como las que la acompañaban a la cama, que el porvenir de un cortesano podía depender del menor ademán de Su Majestad.
La etiqueta iba mucho más allá del orden de precedencia al entrar y tomar asiento, o de la manera de llamar a un puerta. Pobre de aquél que no se hallase presente cuando el monarca paseaba la mirada por la Corte, pues el rey, astutamente, obligaba a la nobleza a vivir cerca de él y a depender de su real voluntad y protección.
El escenario de este espectáculo montado por una monarquía absoluta fue, en conjunto, la obra de tres hombres: Luis XIV, el arquitecto Mansart y el genial jardinero y paisajista Le Notre. Los tres se propusieron crear un mundo majestuoso y formal en el que la Naturaleza estuviera sometida al Arte.
El cuerpo central del palacio continuó siendo el pequeño castillo de piedra y ladrillo rojo edificado por Luis XIII. A esto añadió Luis XIV un armonioso conjunto de pabellones, así como largas alas de piedra, de color claro, que se abren en torno al empedrado patio.
La vista posterior es la más impresionante que haya creado un arquitecto de jardines. Ante la amplia fachada del palacio se extienden terrazas adornadas con macizos de flores, estatuas y resplandecientes estanques.
Aunque fue edificado en un sitio falto de agua, Versalles contó en tiempos del Rey Sol con nada menos que mil cuatrocientas fuentes. Luis XIV invirtió varios años y millones de francos, contratando a los mejores ingenieros de la época.
La ancianidad de Luis XIV estuvo marcada por la pérdida de un nieto, una nieta y un biznieto que murieron todos en el plazo de un mes. Y el primero de septiembre de 1715, a los setenta y dos años de haber subido al trono, murió el gran monarca igual que había vivido: majestuosamente y en público. Durante los siete años siguientes, las largas hileras de ventanas del palacio permanecieron cerradas. El nuevo Rey, un niño de 5 años, huérfano de padre y madre, sin hermanos ni hermanas, residía en París. Sólo cuando cumplió trece años fue llevado a Versalles: era entonces un adolescente tímido, orgulloso y reservado.
Una vez más se puso en movimiento el palacio: Florecieron de nuevo los jardines y el agua volvió a correr en las fuentes. Pero al crecer, Luis XV, no se asemejaba en nada a su bisabuelo. Cumplía el ceremonial de levantarse y de acostarse; pero solía despertarse y vestirse antes de la hora señalada, sin ayuda de nadie, y, una vez acostado con todo el ceremonial del protocolo, se escurría de la cama para irse a dormir a otra habitación.
Había mandado acondicionar en el palacio unos cincuenta apartamentos pequeños e íntimos y en ellos vivía su verdadera vida. Todo el estilo impuesto fue por el gusto exquisito de madame de Pompadour. Fue ella, y no la esposa de Luis XV, la que rigió los destinos de Versalles durante casi veinte años.
Cuando, muerta la Pompadour, le sucedió en el favor del Rey la famosa madame Du Barry, continuó el despilfarro. Se ha calculado que de cada diez francos recaudados para el Tesoro Real, se gastaban seis en Versalles.
Entonces llegó al palacio la que ha pasado a la historia, por sus acciones y su frivolidad también: María Antonieta, casi una niña, de catorce años, vino desde Austria para desposarse con un adolescente de dieciséis años, que reinaría más adelante con el nombre de Luis XVI. Cuando Luis XV murió de viruela, ella tenía dieciocho años. Los dos creían, María Antonieta y Luis XVI, que eran demasiados jóvenes para reinar.
Mientras el pueblo hambriento rugía, los partidos revolucionarios más previsores iban organizándose para intentar formar un gobierno estable. El 14 de Julio de 1789, las turbas asaltaron en París la prisión de la Bastilla. Sin embargo, el Rey anotó en su diario aquel día una sola palabra: “Nada”.
El 5 de octubre llegaba el pueblo de París a las puertas de Versalles. Al amanecer la turba requirió la presencia de “la Austríaca”. Armándose de un valor que ya nunca la abandonaría, María Antonieta salió al balcón principal del palacio para tratar de calmar a la muchedumbre. Fue en vano, siendo el primer paso hacia la guillotina. Al subir la familia real al carruaje con destino a París, el Rey se volvió al hombre que quedaba a cargo del palacio y le dijo tristemente: “trata de salvar mi pobre Versalles”.
Casi de la noche a la mañana el palacio había quedado abandonado. De los jefes de Estado franceses que sucedieron a Luis XVI, el primero que se preocupó de Versalles fue el rey Luis-Felipe. Con buena intención, pero muy mal gusto, resolvió en 1830 destinar el palacio a museo. En el curso de las obras, fueron mutilados bajorrelieves, se extendió una capa de un blanco grisáceo sobre los dorados, se cortaron pinturas de inapreciable valor. En 1871, tras la derrota de Francia en a guerra franco-prusiana, el Imperio Alemán fue proclamado en la Galería de los Espejos.
Pero ni Francia ni Versallles habían muerto del todo. En 1875, se proclamó oficialmente la república francesa; y fue en Versalles donde se reunieron la cámara de diputados y el senado. Al final de la primera Guerra Mundial brilló una nueva esperanza para el palacio. Fueron salvadas de la ruina las once hectáreas de techumbre; sala tras sala, se fue quitando la espesa capa blancuzca para devolver a las paredes sus antiguos y delicados colores. Los jardines se volvieron a cuidar esmeradamente como patrimonio del pueblo francés, legítimo dueño de este regio tesoro.
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